"Titanes del Ring": la leyenda que no muere
Dispuestos a dejar legado a las nuevas generaciones, estos obreros de la lucha reviven en su Fortín Prat.
GuillermoÁvila Nieves - La Estrella de Valparaíso
Las gotas de transpiración caen a cataratas como grifo abierto sobre la estruendosa lata, toda recubierta de lona, arriba en el cuadrilátero.
Por momentos, las gradas parecen más una jaula digna de Hannibal Lecter que un gimnasio deportivo. Los gladiadores, a lo circo romano, ofrecen su mejor repertorio y vértigo.
Aquí, en el mítico Fortín Prat -ubicado en el corazón del barrio Almendral porteño- la gente ruge y vibra como si sus vidas estuvieran en manos de otros.
Precisamente allí, esos otros, los luchadores, desenfundan dos bazucas aprisionados a sus puños, mientras se deslizan por el húmedo entarimado en busca de un pedazo de gloria. Esa que el tiempo les dejó contra las cuerdas, por otro tipo de entretención, acorde al hoy: tecnología.
"Cualquiera que suba a un ring es un tipo con pelotas", lo dijo el niño bonito del boxeo, Óscar de la Hoya. También lo afirmó en el "Wrestling" de la WWF (lucha gringa), el ahora actor La Roca.
Y es que, de alguna forma, el boxeo y la lucha libre, siempre han estado en la fibra de muchos. Rebobinar al pasado y ver aquella añeja pantalla Bolocco en blanco y negro, de hace más de cuatro décadas, obra el milagro en la mente de varias generaciones: almacenar, hasta hoy, un período mítico para niños y grandes.
Para los gladiadores criollos, su punto de epítome fue en la época de la Unidad Popular. Salvador Allende, presidente, era un confeso admirador de este deporte - espectáculo. Luego, más adentrado en los setenta -que se prolongarían hasta los ochenta-, los militares así también lo entenderían. Cámaras de televisión, fama y giras tanto en Chile como en el extranjero para esta verdadera 'pandilla' dorada llamada "Titanes del Ring". Y de allí, a la leyenda. El mito que deja factura.
Domingo 20 de diciembre 2015. Se revive la epopeya; tres largos años de no anclar al Puerto. Su hogar.
Llaves maestras
Tras bastidores, emerge tan cuan largo y ancho es, Mister Chile. Pareciera querer derribar la pared que sostiene una parte del recinto a punta de violentos golpes con su brazo derecho, cuyo tríceps comienza a hincharse. "Es parte de mi preparación antes de salir a combate", lanza con furia.
Manuel Vargas Novoa es el hombre que viste de sunga negra. Ya no hay titulares de prensa ni dinero a lo grande para él. Ahora se trata de pura vocación, y en su estado más primitivo. Como una vuelta a sus orígenes, al año 1965, cuando, primero obtiene el título de fisicoculturista en la Quinta Vergara y luego, debut en la lucha libre, en el estadio Caupolicán, en Santiago.
A sus 74 años, sorprende su estado físico, una bomba de energía inyectada en cada caluga y bíceps suyos que ya no dan más por entrar a escena. Los ecos del pasado lo invaden. A fines de los sesenta vivió tres años en Venezuela. "Llenaba el estadio los llaneros en Caracas, para 35 mil personas".
Luego de su periplo sudamericano y títulos de Mister Chile, se instala acá. Y la fama no paró a lo largo de los setenta. Sus enfrentamientos con el peruano Inca Toro y después La Momia, fueron de culto.
Casado hace 48 años, tuvo dos hijos, con momentos de dulce y agraz (uno ya no está); hoy vive tranquilo en el cerro Concepción.
Asegura que su motivación pasa por dejar herencia en los jóvenes, que no se dobleguen ante la droga y el letal sedentarismo.
Una amplia mesa se rompe. Las miradas apuntan a un costado. Allí está La Momia (es la quinta en rigor de la saga) dice que está en las últimas. Que debe volver a su sarcófago. Que es tiempo de momificarse, pero para siempre. Jorge Alcides Vargas es el porteño detrás de las vendas y chascas rucias. Fuera del ring, echa la talla con sus siete hijos. Es, aunque no se crea -basta ver sus puños- tatarabuelo a sus casi 76 años. Todos lo conocen en su barrio, allá por la calle Buenos Aires, en un edificio Patrimonial.
"Antes no hablaba nada, y no quería. Sólo porque estamos en las últimas hablo, ese Mister Chile lo obliga", dice.
Empezó con el físicoculturismo y halterofilia. Para mantenerse, dice nutrirse con harto tomate y agua. "Nada que sea veneno para el hígado. Las lesiones se arreglan solas". Para él, los desgarros son peligrosos. Tal como Mister Chile, las giras son lo que más almacena con cariño, y del real. "Sí, me achacaban hartas minas. Se pasaba chancho, sobre todo en el norte", recuerda. "Un feo con máscara también tiene lo suyo".
Ángel Blanco desafía a todos. Su orgullo total es pisar el cuadrilátero. A sus 61 años, todavía se escribe con otros colegas de diversas latitudes conocidos en tours en pos del arte de destrozar cráneos y clavar acrobáticas patadas voladoras.
Empezó a los trece años en el Fortín Prat, con un gran maestro, René López. De allí en más el reconocimiento, la TV, los billetes y "las novias que dejé en esas giras". Hoy es abuelo, el tiempo lo aprovecha en Playa Ancha para regalonear a sus ocho nietos. También maneja taxi: es profesional de la locomoción colectiva.
"No quiero que se pierda esto. Menos en Valparaíso. ¡A sacar gente nueva!".
Los ojos azules contrastan con el escarlata que cubre su cara. Es Máscara Roja, asegura venir de los Muelles de Panamá, aunque nació en Chile. Rudo, no quiere dar su nombre.
Con 48 años, desde el 81 está en esto. Ahora desea hacer trizas a Ángel Blanco. Comenta que su familia le ruega que se cuide. Lo acompañan desde Placilla a los coliseos, pero sufren ante las acrobacias y golpes.
"La última vez pasé de largo arriba de las cuerdas y caí de cabeza", cuenta. Para salir ileso, su secreto es pelear confiado. También correr, las pesas y absorber jugo puro de naranja y zanahoria. "Por eso soy rojo".
Su reflexión: "La tecnología y modernidad en los niños ha hecho que la lucha se vaya perdiendo...".
Es hora. El angosto túnel y las luces les dan la bienvenida. Están en llamas, prenden al público. El árbitro se despeina: "¡Qué comience el show!".