Ignacio Araya Chanqueo
La rutina era normal en el mineral de Chuquicamata ese 5 de septiembre. A las 8.20 se realizaba una de las tronaduras habituales en el banco C-2, en el turno donde trabajaba Felipe Rojas Urquieta, elegido el mejor obrero de Chile en 1957. A las 8.57 se produjo el desastre. Una explosión a ras de piso, provocada por un camión que repartía los explosivos, acabó con la vida de Rojas y 21 de sus compañeros.
"Hasta las 23 horas de anoche se había logrado establecer la identidad de 17 muertos, y hacían esfuerzos para establecer la identidad de los cinco desaparecidos. Para ello contaban con algunas huellas dactilares y placas dentales, que fueron recogidas a centenares de metros del lugar de la explosión", relataba Luis Berenguela, enviado especial de "La Estrella del Norte".
Esa misma tarde, todas las banderas de Chuqui lucían a media asta. Los familiares de las víctimas debieron enfrentar el difícil proceso de reconocer a sus seres queridos, mientras la radio local suspendía sus programas para tocar música clásica.
El día del funeral de los mineros, toda la ciudad asistió al cementerio. Monseñor Francisco Valenzuela Ríos, arzobispo de Antofagasta, presidió la misa solemne previa al cortejo fúnebre, que fue acompañado por una lluvia de flores de papel. Veintidós camionetas transportaban los restos de las víctimas mientras, a paso lento, equipos médicos cargaban elementos de primeros auxilios que fueron necesarios cuando varias mujeres cayeron desmayadas. "Pero el verdadero dolor quedó escondido en el fondo del alma", decía el artículo de la periodista Silvia Araos. A las 7 de la tarde de ese día, se cerraba una de las historias más trágicas que recuerde Chuquicamata.