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El último adiós del hombre de los remolinos

Antofagasta perdió a uno de sus personajes del centro: Mario Morales, el último vendedor de chicharras y remolinos, falleció a los 75 años llevándose un legado difícil -quizá imposible- de repetir. Ésta es la historia de don Mario.
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Ignacio Araya Chanqueo

Aún a eso del mediodía, cuando el Paseo Prat de Antofagasta es un hervidero de personas caminando de aquí para allá, de lejos se podía saber dónde estaba don Mario Morales. Antes de verlo avanzar entre la multitud con un palo lleno de coloridos remolinos, era difícil no ubicar el sonido de sus clásicas chicharras artesanales.

-Con el tiempo he visto gente vendiendo remolinos, pero no son iguales, no suenan como él las hace sonar. Es el secreto de la familia- dice Alexandra Escudero, nieta de don Mario.

El secreto de la chicharra tal vez nunca se sabrá. Tras una larga enfermedad, este fin de semana falleció Mario Albino Morales González (75), el hombre que fue el último vendedor de remolinos de Antofagasta. En el velatorio, además de su familia, junto al féretro estaba su viejo palo donde colgaban aún los últimos remolinos y chicharras que le iban quedando.

Don Mario -así le gustaba que lo llamaran, como nos contaba en una entrevista que dio a "La Estrella" en diciembre de 2014- se levantaba todos los días tipo siete de la mañana. A las ocho ya estaba en el centro haciendo el recorrido entre Prat y Matta, esperando a los niños que compraban sus remolinos multicolores. La chicharra era el aviso de su presencia. Un personaje único, como casi ya no hay en Antofagasta.

-Aunque no vendiera ni un solo remolino en todo el día, él estaba super agradecido por tener un día más de vida, un día en que tenía de todo para estar con su familia, y de los nietos que tuvo- comenta Alexandra.

La nieta de don Mario se queda mirando el féretro. Además de las coronas de flores y de sus instrumentos de trabajo, hay un collage hecho con fotos de los recuerdos que tuvo el último vendedor de remolinos: fotos de su nominación como hijo ilustre, en 2008, o una a contraluz junto a sus chicharras en el paseo Prat. En todas sale feliz, sonriendo a la cámara.

"No me pienso casar nunca", decía firme don Mario a "La Estrella" hace un tiempo atrás, cuando contaba la historia de los 36 años que llevaba emparejado con su señora. Ella era la encargada de llevar flores todas las semanas a su fallecido hijo. Con quince mil pesos semanales, el sepulcro de su retoño -fallecido hace unos años debido a un inesperado ataque al corazón- siempre estuvo lleno de flores.

Libros y dulces

Mientras acompaña el ataúd de su abuelo, Alexandra abraza fuerte a su hija Martina (7) una de sus bisnietas. Antes de morir, don Mario le pidió a su familia especial atención con la pequeña. "Nos pidió que la cuidáramos mucho porque él se reflejaba en ella", dice, con lágrimas en los ojos.

Don Mario cuidaba mucho la integridad de su familia. Daba lo mismo lo que costara, él podía estar todo el día caminando para traer el sustento a la casa.

Eso sí, él no siempre se dedicó a la venta de remolinos y chicharras. Él partió como vendedor viajero: era el año 62, cuando medio Chile estaba pendiente del Mundial de Fútbol y la otra mitad de levantarse del devastador terremoto de Valdivia, en plena época de reconstrucción. Mario viajaba por el país vendiendo libros y enciclopedias. Él pudo haber vivido cómodamente de la venta de lectura si no fuera por la rápida internación de la televisión en el país, que alejó a los niños de las estanterías y los metió al living para siempre.

-Cuando salió la tele, los libros dejaron de ser negocio para él, porque los libros ya no eran centro de atención de los niños como antes- recuerda María de Lourdes Escudero, hijastra de don Mario.

Ya radicado definitivamente en Antofagasta, el hombre se iba los domingos al Club Hípico a vender confites, los días en que había carreras. Si no, en invierno partía con un carrito de Soprole para recorrer la ciudad ofreciendo yogur, leche y mantequilla.

Pocos años después, descubrió el amor por los remolinos. Un arte difícil de realizar, comercializar y difundir, pero él, siendo el único, fue fiel hasta el final aunque no le fuera bien vendiéndolos. Los niños de hoy están pidiendo smartphones a sus papás, no remolinos. Pero a don Mario le bastaba con que uno le tomara la mano a su mamá para ver girar el artesanal juguete y llevárselo para la casa. "Él era feliz cuando lo saludaban, cuando lo reconocían", cuenta María.

A pesar de ser un patrimonio de la ciudad, no faltó el carabinero que le pasó un parte por vender en la calle. Cuando le ocurrió, esperaba sentado tener que apelar al Juez de Policía Local. Tenía que pagar cerca de ochenta lucas, pero en su bolsillo sólo tenía quince. El juez, sorprendido por verlo esperando el veredicto de la justicia por el gravísimo delito de vender remolinos, rompió el parte en pedacitos. Cómo se les ocurre multar a este hombre, dijo el magistrado.

Así era don Mario. Su nieta lo define como un hombre ejemplar que sacó a toda su familia adelante aunque no tuviera lazos sanguíneos. Un tipo que luchó trabajando y aplanando las calles de su ciudad con los multicolores remolinos que -como lo comentaba alguien en Twitter ayer- puede que esté ahora fabricando su arte en el cielo. El paseo Prat ya extraña el lejano sonido de la chicharra.