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Son cerca de 50 años entregando todos los aromas y sabores de casa

Raquel Martínez construyó una de la picadas más populares y conocidas de la ciudad. Hoy su nuera está a cargo.
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Uno pone un pie en La Canelina y lo primero que se viene a la cabeza son esos sabores de infancia. Esas comidas de mamá por las que muchos refunfuñaban cuando niños pero que extrañan de grande.

Es como entrar a casa y sentir el aroma de una rica cazuela de vacuno, las mejores pancutras o un clásico charquicán.

Ahí nos recibió quien fue por años la dueña de casa, Raquel Martínez, quien hace cerca de 50 años comenzó a construir una historia que hoy gran parte de Calama conoce.

Es oriunda de Canela, desde allá llegó a probar suerte, primero como garzona en el Rancho de Chuquicamata.

Fue un gran aprendizaje, pero luego regresó a su tierra a buscar a sus cuatro hijos (tuvo seis) y empezó a escribir aquí, las páginas de su vida que hoy recuerda con inmenso cariño.

Partió en lo que hoy es la Feria Modelo, claro que no tarda en aclarar que no es lo que se conoce en la actualidad.

"Era un lugar chiquito, no ampliado como lo que todos conocen ahora. Ahí empecé vendiendo revistas, la verdad es que era más como un intercambio", relató.

Nunca pensó en ese momento que su pequeño local, el que aún mantiene, iría creciendo y terminaría luego transformando en un lugar reconocido por todos los calameños.

Luego de las revistas los mismos locatarios le dijeron que comenzara a vender té, porque no había donde desayunar y no lo pensó dos veces.

"Me llevé una cocinilla chiquitita a parafina, unas tacitas y llevaba algunos pancitos para empezar a vender, me iba súper bien", nos contaba.

Pero como todo comienzo no fue nada de sencillo. Rápidamente fue multada por no contar con los permisos.

"Llegó sanidad y me sacaron un parte. Así que empecé a hacer todos los trámites para poder tener los permisos y poder vender té", dijo Raquel entre risas pícaras por lo vivido en antaño.

Pero en esos tiempos la cosa no era nada sencilla. No era como tomar una tarjeta de crédito e ir a una multitienda.

Como todos la conocían fue a un local del centro, a una mercería y ahí le fiaron una cocina y un lavamanos.

Todo el esfuerzo y seguir lo que dictaba su corazón, le permitieron ir construyendo lo que consiguió.

El éxito que tuvo con su modesta cafetería la impulsó a dar el siguiente paso. Ahora empezó a vender almuerzos y nuevamente se hizo acreedora de una multa.

Por un consejo

Cuando su negocio empezaba a tomar fuerza, la cosa se puso mala. "La gente se empezó a ir a la calle, a las ferias rotativas que ahora hay, y me dejaron casi sola. Quedó una carnicería, yo y unos abuelitos que no podían salir cargando carretones, no vendía casi nada".

Recibió un consejo, le dijeron que saliera al exterior de la Feria, donde en esa época llegaban los camiones, a vender desayunos y almuerzos.

"Le hice caso y me prestó un carretón. Prendíamos un caldero y salía con chocolate, agua caliente. Empecé a hacer más y más. Yo quería seguir así, con eso bastaba", cuenta.

Después todo se puso difícil. En el 73 le tocaba ir a Antofagasta a hacer largas filas para conseguir sus productos.

"Yo tenía que traer lo que podía. Harina me costaba, después no había nada más, empecé con los camioneros, después me compré un triciclo, después dos. Puse unas tablas y ahí ponía las tazas. Después puse una sombrilla y unas mesas. Así empece. Pero me pasaron varios partes, hasta que conseguí regularizar", relata.

Justo cuando se empezaba a estabilizar, a los camioneros los sacaron de la Feria Modelo. Ella los seguía a todos lados, pero comenzó el cansancio.

Hasta que los instalaron en el sector de lo que hoy es el terminal Agropecuario. En medio de la tierra y del inhóspito desierto, llegó Raquel, con sus comidas.

"Mi marido compró un chasis y empezamos a construir como una casa rodante. Toda la platita que teníamos era para comprar materiales y nos tocaba dormir ahí para que nos robaran. Nos demoramos un año".

Estuvieron hartos meses durmiendo en el suelo, para cuidar lo que tanto esfuerzo les costó construir.

Comenzaban los años ochenta y le dijeron que empezara con un restaurante. "Yo no quería, quería estar un rato no más y volver a la feria en la tarde. Vendía en la mañana desayunos y me iba, si tenía restaurante tenía que estar todo el día, hasta que me decidí", dice.

Empezó a construir, tuvo que pedir préstamos. No terminaba uno y pedía otro, porque faltaba la plata para seguir construyendo. "Yo cocinaba, me quedaba hasta las tres de la mañana. Me quedaba sola. Hacía poco, pero era sacrificado", agrega.

Legado

Instaló ocho mesas chiquititas. Algunas las conserva hasta ahora. "Los camioneros se enojaban cuando llegaba tarde. Te quedaste dormida vieja floja, me gritaban", relata entre risas Raquel.

Con los años el cansancio llegó, y luego de tres décadas de trabajo decidió entregar su cocina a María, la esposa de uno de sus hijos que partió hace casi dos meses, y que todavía genera profunda pena en Raquel.

"Yo no sabía cocinar y con Rubén teníamos 20 mil pesos para comprar cosas y retomar esto que tenía mi suegra. Era difícil, pero debo reconocer que ella (Raquel) me ayudó mucho. Ella me enseñó todo", comenta María.

Y como buena suegra, Raquel era exigente, y cada vez que volvía a su cocina querida, observaba cada detalle para ver que todo estuviera en orden.

"Yo tenía que fregar hasta que quedará todo reluciente. No podía quedar nada tiznado o sino ella me decía. Era la mejor forma de que los clientes vieran que estaba todo limpio y volviera", contó entre risas María.

Su comida, esa que entrega no solo buen sabor sino que también un toque de cariño, ha conquistado a varios camioneros que han vueltos por años.

"Uno de ellos vino joven con sus hijos y ahora regresan con ellos ya hombres. O vienen por datos cuando tienen que dejar mercadería en Calama y llegan solitos", relató.

Un camino lleno de sacrificios. María por muchos años estuvo en la cocina y en la caja. Hoy se encarga de supervisar que todo funcione de forma perfecta y que el legado que dejó su suegra perdure en el tiempo.

Son muchos los que han tenido la fortuna de conocer las bondades de esa cocina que sigue escondiendo historias que aún no son descubiertas.