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La última posada de un pueblo abandonado

A media hora de Tocopilla, entre el desierto y el mar, solo quedan las ruinas de Gatico, un pueblo que vivió de la bonanza del cobre a principios del siglo XX y que terminó olvidado con la crisis de 1929 y el aluvión del 40. A muchas décadas de su abandono, una familia sigue acá, interrumpiendo con sus voces la quietud del silencio de una ciudad fantasma.
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Ignacio Araya C.

La construcción es una casa de madera, pintada verde oscuro por un lado y verde limón por el otro. Hay una antena satelital y un letrero que dice "Posada la Monche", pese a que desde hace tiempo que ya no se llama así. Vestida de short, polera y sandalias para escapar un poco del calor del desierto, Ximena Veas sale de la casa con un mantel en la mano para ponerlo en la mesa que está afuera, en la sombrita, esperando a los camioneros que -ojalá-, lleguen a almorzar.

Alrededor no hay nadie. Solo cerros pelados, murallas a medio caerse, el mar, rocas y las ruinas de lo que fue el pueblo minero de Gatico, un punto en el mapa que está a 52 kilómetros de Tocopilla que en los años 20 llegó a tener 7 mil habitantes. Hasta la semana pasada, solamente quedaban cuatro. El único testimonio de la presencia actual de la especie humana es una casita y esta posada.

-De repente vendemos un almuerzo, un té, un sándwich- dice Ximena, con el viento desordenándole el pelo.

Cuando las hermanas Yasna y Ximena Veas nacieron, Gatico llevaba décadas despoblado. Ni siquiera su papá, el pescador Carlos Veas -"Merengo" como le decían todos-, alcanzó a ver la época de gloria de este pueblo que quedó abandonado a su suerte a mediados de los años treinta, después de que la crisis del 29 prácticamente arruinara la economía nacional y el mundo ya no quisiera mucho con nuestro cobre ni nuestro salitre.

El cobre le daba vida a Gatico a principios del siglo XX. Arriba estaba la mina Toldo, donde se despachaba el material que abajo se refinaba y se transformaba en barras. En torno a ello comenzaron a llegar los adelantos para transformarla en una ciudad: iglesia, oficina de telégrafos, pulpería, panadería, carnicería, canchas, restaurantes, un periódico y una botica. Aún se puede leer en sus paredes una pintura con la marca "Aliviol".

-Donde usted ve esas paredes, me parece que era una escuela-, apunta Yasna hacia lo que fue quedando de unas viejas estructuras de cemento. Todo abandonado, excepto la misma base donde está la posada. Aquí vivió don Felicindo Muñoz, gaticano de origen. Después de que falleció, los Veas arreglaron la casa y la hicieron posada. Abajo, casi en la orilla del mar, vive su hermano Juan Carlos y la madre, Isabel Troncoso.

En la posada aún queda el pino oregón original que tenía don Felicindo, el mismo material del que los saqueadores no dejaron una sola astilla ni en Gatico ni en varias salitreras perdidas del desierto nortino.

Un pueblo fantasma

No mucho queda del pueblo. Desde lejos, por la carretera, el "castillo" del administrador Thomas Peddar se ve imponente, como si bastase ponerle ventanas para recobrar su condición de vivienda de lujo con inconfundible estilo inglés. Pero hay que acercarse más para saber cómo está realmente. Pareciera que no hay centímetro cuadrado de las murallas y escaleras que no estén rayadas con nombres de apodos y personas urgidas por preservar su nombre para la posteridad.

El cementerio, un poco más al norte, fue saqueado por gente que buscaba -supuestamente- joyas de oro en los cadáveres. Las flores de lata, tradición pampina, aún acompañan a algunos difuntos, pero hay otros fallecidos que sacaron desde los mismos ataúdes y los dejaron así no más. En un mausoleo, una tapa abierta con cajón y cuerpo a la vista. Desde 1981 que el terreno entre Gatico y Cobija es zona típica, pero no hay nadie que cuide el recuerdo de un lugar que estuvo vivo.

Yasna y Ximena tampoco pueden hacer mucho, desde arriba. Dicen que todos los días viene gente a visitar el pueblo antes de seguir su ruta.

-Mi papá tenía bote. En la punta de allá -apunta Yasna- estaba con mi tío Raúl y mi tío Chino. Cuando llegamos acá tú podías subir arriba a los segundos pisos del castillo, estaba muy bien, pero se empezaron a robar las cosas. Como eran puras vigas, puro pino oregón, se robaron todo.

Para abastecerse de víveres, Ximena va dos o tres veces a la semana a Tocopilla. Los pescados y mariscos se sacan de acá y su mismo hermano Juan Carlos sale a la mar a sacar congrios. El resto de la semana, es esperar camioneros o quien quiera pasar a comer, ir a la playa, ver las novelas, conversar. Abajo, en la casa, hay gallinas, vista al mar y un perro medio mañoso cuando la gente se acerca mucho.

-Usted sabe que el ser humano es un animal de costumbre-, dice Ximena, ante la pregunta de que si no es aburrida la vida donde todos los días son demasiado parecidos.

Yasna igual defiende la vida de Gatico:

-Nosotros llevamos en la sangre esto de vivir como changos. Estamos acostumbrados, incluso yo me meto a buscar mariscos. Ayer saqué un poco de lapa. Esa es la vida de nosotros.

EL (no) fin

A mediados de los treinta, con una crisis angustiante, la riqueza se acabó. Y, golpe de infortunio, una lluvia en julio de 1940 se trajo consigo un aluvión que arrasó con lo poco que iba quedando de Gatico. Se dice que ese día gran parte de la maquinaria productiva quedó bajo el barro, que la pulpería quedó arrasada por el alud y que los minerales se perdieron.

La gente se empezó a ir. Los trabajadores se fueron trasladando a las grandes ciudades como Tocopilla o Antofagasta. Tan poco se sabe del día en que este lugar volvió a quedar rodeado del silencio, que se cree que ocurrió hacia 1942. Ahora solo están los Veas y una sobrina, Yerty Muñoz.

-Yo quiero poner arbolitos en toda esta parte-, apunta Yasna hacia el patio donde antiguamente hubo, asegura, una parra. Aunque la descendencia del "Merengo" parece ser la última familia que sigue permaneciendo en Gatico, la mujer piensa que en el futuro va a seguir llegando más gente a acompañar las ruinas con el fondo de la cada vez más rayada casona del administrador.

Lo que les preocupa es que, si bien aún queda algo que recuerda que acá vivieron miles de personas con sus sueños y trabajos, no haya una protección permanente que evite que terminen definitivamente olvidados. "Se supone que era un monumento nacional", reflexiona Ximena, "pero acá había una casita, muy linda, con piso de madera. La hicieron tira".

-Al menos por parte de nuestras familias, después van a venir nuestros hijos con sus hijos, sobrinos… siempre van a estar acá.

Yasna mira el cartel que está arriba de la posada, que sigue llamándose "La Monche", como le puso la señora que vivía antes y que ya se fue de este punto equis en la carretera entre Tocopilla y Antofagasta.

-Se va a llamar "Posada El Merengo", decide Ximena.