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pasar los buses. Llevan cuatro horas ahí. Aunque llegaron con unos ahorros a Chile, el dinero se fue evaporando con los cobros de los transportistas: la tarifa para llegar al Loa fue de 50 mil pesos, y solo hicieron excepción con Gisneidy, su hija de 10 años. A ella le cobraron 25 mil. La advertencia era que si alguna autoridad controlaba o preguntaba, había que decir que no estaban pagando.

Sofía dice que en lo que va de viaje solo se ha alimentado de pan, agua y atún. Como el caso de otros venezolanos que migraron hacia el sur de América, el destino inicial de la familia de Sofía fue Perú, pero la situación económica hizo insostenible el permanecer más tiempo, y se decidieron a cruzar hacia Chile por Bolivia.

-Con 50 soles comíamos dos días y ahora uno solo. En mi país está cada día peor. El sueldo mínimo es de un dólar y medio y no alcanza para nada.

El destino es Santiago, ojalá a hacer el mismo trabajo de venta de cosméticos y artículos de belleza que los mantuvo en Perú durante tres años. A su lado, Emerson Buenmayor lamenta que en Bolivia los hayan tratado tan mal. Dice que nadie los ayudaba, que incluso allá veía más xenofobia. "Creen que vamos robar o algo", comenta. En Chile, al menos, les han dicho las distancias que hay hacia donde quieren ir. Se nota el cansancio en sus ojos. La noche anterior había sido sorprendido por los militares en la frontera. "Yo le pedía fuerza a Dios, que me dé su voluntad".

-Lo que pasa es que esta fuerza te la da la misma situación que tiene nuestro país- comenta Sofía Jerez. -Trabajas todo el mes y no te alcanza para comer ni un desayuno, pero el presidente dice que no, que el país está perfecto. Nosotros solamente vivimos la realidad.

Destino

Aunque el complejo aduanero tiene ciertos servicios, como un quiosco donde el agua de litro y medio cuesta $1.600 (como un 50% más que en un almacén de ciudad), o un restaurant que vive cerrado, las duchas no existen. De hecho, en el baño "El Loa" tampoco se puede tirar la cadena, porque se saca agua de un tambor aceitunero para esa función. Las llaves del lavamanos tienen suministro, pero como para un aseo rápido. Así lo tuvo que hacer la familia de Sofía Jerez.

Quien atiende el baño también es migrante. Se llama Juan Toro, tiene 26 años y llegó en 2020 desde las playas de Necoclí, pequeño pueblo colombiano cercano a la frontera con Panamá. Sacó su permiso de trabajo y consiguió el empleo en el baño del control. Además de entregar papel higiénico a quinientos pesos, ponerse guantes para barrer y trapear, él tiene que lanzar el agua para limpiar los baños, a falta de cadena. En su patria, Juan trabajaba en el Ejército.

-Lo más terrible que me toca ver es el mal estado de los niños. Yo tengo un hijo y me pongo en el lugar cuando viene un niño aquí llorando porque tiene hambre, porque no ha dormido bien. Ver a las personas deshidratadas, de quince o veinte días de camino que se alimentan con un solo pan y un té, pero tienen que seguir adelante, porque la meta de ellos es llegar a Santiago.

Un hombre llega a preguntar si se puede bañar. No se puede, le responde Juan. El caminante, aunque trata de insistir, termina resignándose. Juan Toro dice que cuando llegó a Chile, no tuvo un trabajo en semanas pero que el objetivo era tenerlo pronto, porque no pensaba tanto en él, sino en su hijo. Colombia, señala, tiene uno de los salarios mínimos más bajos de Latinoamérica.

-Yo le diría a las personas de que sí tenemos que migrar, sí buscar un futuro, pero tenemos que ser personas de principios, con respeto hacia las demás personas, también sabemos que es un país que no es el de nosotros. Como migrantes nos tenemos que adaptar a las normas de este país, regularizar los documentos, pagar su renta".

A lo lejos se ve un grupo que está por cruzar el puente del río Loa y dejar atrás la región de Tarapacá. Una niña de polera rosada, quizás de unos cuatro años, sostiene la mano de sus papás y salta, jugando y tratando de columpiarse aferrada de esos brazos agotados. Atrás, por el escáner del control aduanero, pasan más bolsos y mochilas de decenas de caminantes que siguen llegando a mediodía.

En el grupo donde ya deben haberse juntado unas treinta personas, varios buscan señal de celular en un lugar donde casi no hay cobertura. Lo mismo hace Aracely Ayala, al otro lado del Loa, aunque recién podrá comunicarse cuando esté llegando a Tocopilla, la próxima ciudad.

Aracely no ha tomado agua desde la noche anterior y ya no le queda nada más de reserva, pero la prioridad ahora es que alguien responda del otro lado de la línea para que luego los pasen a buscar y por fin entren a trabajar en esa empresa de frutas de La Serena. Que respondan el celular es la única esperanza de ese mejor futuro que vinieron a buscar a estas tierras resecas. Eso tiene que ocurrir antes que se vaya el sol, porque ya no les queda un peso. Nada, y aún quedan 1.141 kilómetros. Ernesto Riveros mastica hojas de coca con lejía y sigue jugando con piedras para matar el aburrimiento, a la espera que alguna puerta se abra para seguir a Tocopilla.

-¿Y qué va a pasar si se quedan una noche más acá?

Rivera se queda en silencio. Y así pasan varios segundos.

"Lo más terrible que me toca ver es el mal estado de los niños. Yo tengo un hijo y me pongo en el lugar cuando viene un niño aquí llorando porque tiene hambre"

Juan Toro,, migrante colombiano.